miércoles, 11 de noviembre de 2009

El Estado y la Paradoja de la Protección al Medio Ambiente

Desde hace por lo menos treinta años, de manera progresiva y a la par del deterioro ambiental, distintos sectores de la sociedad se han venido manifestando en defensa de nuestros ecosistemas. Discursos de variados verdes matices tiñen campo y ciudad, casa y jardín. Se trata de salvar a la tierra, el porvenir de las futuras generaciones, y para ello, no hay raza, credo o estatus social que nos impida soltar al respecto algún pensamiento profundo. En nuestro país el ama de casa, la señora de las quesadillas, el estudiante de secundaria, el grandilocuente abogado, el boxeador, la trabajadora doméstica, la sexoservidora, el señor de la tiendita, el mesero y, por supuesto, el político de toda la vida, tienen siempre en la punta de la lengua la respuesta obligada para la posible entrevista banquetera: “sí, es que la gente no tiene cultura”.
Lo curioso del caso es que esa “gente”, por lo regular, aparece como algo totalmente ajeno a quien está hablando; seguro se trata de una pandilla de replicantes que se ha infiltrado entre los seres humanos para alterar la paz que nos rodea y apoderase (¿destruyéndolo?) del mundo. Lo que también sucede con frecuencia es que al decir que falta cultura, el hipotético entrevistado asimila este último término al concepto de educación. De hecho, en determinadas ocasiones esta palabra se utiliza de forma directa. Cuando se trata de salvaguardar, por ejemplo, el equilibrio ecológico de los baños públicos, los propietarios le piden a la gente que demuestre su educación tirando los papeles en el cesto destinado a tal efecto.
Así, tenemos que el problema del medioambiente está contaminado por dos nociones que, en el caso que nos ocupa, se relacionan de un modo intrigante: irresponsabilidad y educación. Con seguridad, para otro grupo de entrevistados ocasionales la solución estaría a la vista. Por una parte, parece que si educo, no soy irresponsable; y por la otra, si recibo educación, tampoco. Visto de esta manera el asunto ecológico resulta sencillo de resolver, no hay intriga, todo está claro; parafraseando a Bonnefoy, la educación es la cima. Pero, ¿de qué educación estamos hablando?
Partimos de la base de que nadie quiere ser o parecer irresponsable ante un asunto de interés universal. Antes preferimos echarle la culpa a “la gente”, esa caterva de extraterrestres. Ahora bien. La educación es responsabilidad de todos, claro, un eslogan de campaña partidista no podría estar equivocado, aunque debemos aclarar que el diseño de una política educativa es, en buena parte, responsabilidad del Estado. ¿Y qué lugar ocupa hoy el tema ambiental en las políticas educativas?
Pues, aunque muchos quisieran pensar lo contrario, se encuentra en primerísimo plano. Los libros de texto contienen información profusa al respecto; en el diseño curricular de todos los niveles educativos se abren espacios para materias específicas y talleres en los que hasta el más despistado puede aprender a hacer composta; además, existen licenciaturas, especialidades, posgrados, etc., lo que evidencia sin esfuerzo que la ecología, en suma, ha tomado por asalto las aulas. Por tanto, si la lógica de mingitorio no falla, esto sería suficiente para ponernos en el camino correcto hacia a la reconquista del Edén. ¿Entonces?
El hecho escueto es que la degradación ambiental va en ascenso porque la educación institucional es sólo un punto de apoyo pero no resuelve el problema. ¿El Estado, entonces, puede lavarse las manos con agua de reciclaje y decir “yo estoy cumpliendo, ahora pongan ustedes, estimados extraterrestres, su parte”? No, por desgracia. Y es que la responsabilidad en el tema de la protección y conservación del medioambiente se inscribe, fundamentalmente, en el ámbito moral toda vez que implica una ética, un modo de actuar. He aquí el gran fracaso de la política educativa en su vertiente ecologista.
Un Estado que se entrega a los síntomas de la neurosis (falta de congruencia entre lo que se piensa, se dice y se hace) es un Estado irresponsable. No se puede apoyar teóricamente líneas de acción en un sentido, cuando en la práctica se circula en sentido contrario. Resulta a todas luces inmoral esperar que los demás cumplan su cometido, la parte que les corresponde, cuando se impide, a veces sin recato, que lo consigan. ¿A quién defiende el Estado cuando dice que defiende los intereses de la ciudadanía, en nuestro caso, el medioambiente?
Hace algunos días, en un desplegado que publicó esta misma casa editorial y que hace eco a la preocupación de muchos, el escritor Víctor Toledo describe lo que está sucediendo con un lugar mágico, de gran interés científico, ecológico y social: el Bosque de Encino, ubicado en la zona de La Calera, en la periferia al oriente de la ciudad de Puebla. Y lo que vemos detrás de todo ello no es otra cosa que el punto donde se quiebra el discurso de políticas educativas de salón, boicoteado por una moral desértica que favorece la depredación y, sin ningún cargo de conciencia, pone a la venta el futuro de la vida misma. Algo que se ha venido haciendo, lamentablemente, en otros tantos lugares de la ciudad, del estado, del país.
Estamos de acuerdo en que loColor del textos graves problemas ecológicos que se viven actualmente requieren del concurso de todas las fuerzas sociales. Que no es posible evadir la responsabilidad de cada uno diciendo que “la gente”, otro que no soy yo, no tiene cultura y de ahí la fatalidad, el camino sin salida, que cristaliza en otra frase del más alto grado de escapismo, recurrente en nuestro país: “el mexicano es así, no le importa”. Abría que ver, sin embargo, si esta lógica porfiriana no es incluso promovida, sotto voce, por quienes asimismo buscan la exculpación institucional.
Y es que, de lo que se trata precisamente, como recién lo ha dicho el filósofo Dany-Robert Dufour, es de “[…] restaurar la función política, es decir, la salvaguarda de los intereses colectivos contra los intereses privados. [pues] Se requiere que de nuevo haya a los individuos.”[1]

[1] Dany – Robert Dufour. Entrevista, “La jornada semanal”, num. 720, septiembre 2009.

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